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No sé si cada libro tiene su momento, pero sí sé que hay momentos que no son los adecuados para leer un libro. No hay, por supuesto, una fórmula que lo explique o unas reglas tasadas. Abrir un libro tiene, en ese sentido, mucho de ruleta rusa.
Suele decirse que cambiamos con los años, pero se llama mucho menos la atención sobre otra realidad igual de incontestable: también los libros cambian con el tiempo. Nada tiene que ver el Quijote del siglo XVII con el Quijote del siglo XIX o con el de hoy. Son tres obras completamente distintas. Los libros cambian sin necesidad de que cambie ninguna de sus frases. Por eso, cuando un libro nos atrapa o nos expulsa de su territorio de un empujón no es solo porque tengamos cuarenta años en vez de veinte, sino porque el libro también tiene su edad, sus crisis, sus alegrías y su depresión.
Casi tan famoso como el del Quijote, precisamente, es el arranque de otro libro en español. Uno muy de moda estos días por el estreno de una serie que no he visto, pero que Sergio del Molino ha calificado como “un interminable anuncio de café”. Es un comienzo que obliga a escribir los centenares de páginas que le siguen. Intenté leer el libro hace años y confieso que no pude con él, que no pude terminarlo. Se me apoderó toda la trama mítica y familiar y me derribó. Hace poco volví al libro, por una mezcla de obligación y placer. La novela y yo éramos otros. Pude ya vivir la vida y la muerte en Macondo.
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“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Lo dijo un chileno. Y lo repitió después uno de Barcelona. En ese ‘nosotros’ estamos todos: nosotros y también la literatura. También mañana seremos otros y ese día habrá libros que salgan huyendo al vernos. Habrá también libros que nos acaricien. Hasta libros habrá con los que hacer un match.
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